sábado, 1 de septiembre de 2007

Mis relatos

RÍO DE SAL

Cierto día, los aldeanos del valle del Jordán comenzaron a notar el hilillo de agua que bajaba desde el norte. En todo Djebel Usdum la orilla israelí del
Mar Muerto se propagó la noticia y desde entonces vienen peregrinaciones de curiosos para contemplar por horas este novedoso misterio en una región tan abúlica como anodina. Con los días el hilillo tomó cauce y pulsión. Una delgada corriente viscosa recorre todo el valle hasta entregarse al Mar Muerto. Es lenta y reposada, como pesada y cansina. Desecha colinas y corrientes dulces que se lo traguen. Vadea palmeras, terebintos, parrales y poblados, solo cruza entre matas pequeñas y mucha arena.

Los primeros curiosos que osaron probar la transparencia de este hilillo advirtieron a los demás, era agua salada, muy salada, como doblemente salada. Dejaba en la garganta una extrema sensación de amargura y desazón en el ánimo. Con los días fue perdiendo la apariencia parda del lodo para ganar transparencia.

Una vez se cercioraron que no se trataba de ningún ojo de agua o manantial cercano, los más curiosos se animaron a seguir, corriente arriba, la fuente de la nueva corriente hídrica. Eran cuatro los labriegos que las autoridades comisionaron para revelar un motivo que tranquilizara los apocalípticos augurios de los ancianos israelíes. Remontando el valle llegaron hasta las playas donde el Mar Muerto se tragó las ruinas de los pueblos antiguos. Allí a veces se encontraban vestigios de los pueblos de Sodoma, Gomorra, Adma, Zehoim y Zoar. En un paraje arenoso y de piedras blanqueadas por la sal. Sobre un salitroso montículo desgastado por los años encontraron la fuente del hilillo. Era una estatua con figura femenina, su apariencia vidriosa y blanquecina dejaba entrever una figura delgada y un ropaje antiguo. Sus ojos tenían apariencia cansada, inexplicablemente manaban copiosas gotas, eran lágrimas que corrían por su cuerpo y caían formando una fluida corriente. Al ver el bloque salino, uno de los más ancianos recordó entonces que la historia escrita hablaba de la mujer de Lot, aquel sobrino de Abraham e hijo de Arán.

Dicen que ella se llamaba Sara, la misma que los ángeles advirtieron para que no mirara atrás cuando escupitajos de fuego y bocanadas de azufre destruían Sodoma y Gomorra, aquella que la curiosidad hizo que Dios la volviera estatua de sal. La misma que había presenciado lascivia y licencia de carne, la que había visto mucha gente impudorosa y pecadores sin recato. Sus ojos de café habían conocido los límites del desenfreno y la voluptuosidad exacerbada, la aberración y la sodomía. Habría de tener el recuerdo aún fresco de grandes bacanales y torbellinos de lujuria.

Lo que pocos saben es que cuando los ebrios vecinos de Sodoma quisieron entrar a casa de Lot para saciar en los dos ángeles enviados por Dios su enferma ansia de carne; Sara, mientras los escondía entre sabanas y tras el horno de los panes, como toda curiosa logró preguntarles sobre su futuro. Uno de los ellos, el más viejo y huraño le habló del pasado, teñido de pecado y de maldiciones, “no debes mirar atrás porque es volver al pecado, busca lo que hay en ti”. Entonces Sara se acercó al otro ángel, más joven pero ojeroso. Le preguntó por lo que les esperaba en tierras de Zoar. Fue entonces que entre susurros apagados por los gritos de los que rodeaban la casa de Lot, el ángel le mostró entre sus blancas manos la visión de cómo entre planes secretos para crear la descendencia de los moabitas y amonitas sus dos hijas embriagarían y seducirían a su propio padre.

Hoy los aldeanos mayores de Djebel Usdum y la región de Cisjordania prohíben a sus hijos las escapadas hacia el hilillo de agua de sal. Se han dado cuenta que por momentos las aguas reflejan, con la diáfana claridad de espejo, imágenes impudorosas que el tiempo no ha podido borrar, como si fuera una proyección viva del imperio del pecado. Hoy los aldeanos buscan en las lágrimas de la mujer de Lot el retrato del pasado y agradecen a la mujer que tiene en sus ojos mucha curiosidad que ofrecer y que prefirió el castigo por mirar al pecado de los habitantes de Sodoma y Gomorra que atisbar hacia adelante para ver el incestuoso camino que esperaba a su propia familia.










CARNAVAL
A Emmanuel Pichón

Eran tiempos en que el cielo se lo repartían entre muchos y el absolutismo todavía no se había instalado en los terrenos de la divinidad. En ese entonces, racimos de sombras desvaídas se tomaron los polvorosos caminos de Galilea. Sedientos de un gozo aplazado, eran viajeros de largo aliento que restregaban contra el sol su resaca. Venían de las vendimias y los excesos, eran adoradores de los dioses agrarios, de aquellos que fecundaban de abundancia la tierra. Algunos eran babilónicos que venían de las sacaeas , otros habían partido de las epifanías de Adonis en Frigia, allí estaban los ebrios de las dionisiacas y las laneas de Tracia, los viandantes de Osiris en Egipto, los alegres oferentes de Atis en Asiria y toda Asia Occidental, los sátiros de los bacanales de Etruria. Era toda una romería, aún traían el sabor del mosto pegado en la lengua, todavía se agitaba la licencia de la carne bajo las pardas túnicas; pero querían seguir congraciando a sus dioses con el sacrificio de sus energías, querían prolongar la época en que los dioses se acercan más a los hombres y los reyes regalan migajas de poder a los desposeídos. La temporada de la inversión.

Desde las casas de piedras afiladas por la brisa se asomaban los curiosos, aunque ya estaban acostumbrados a las peregrinaciones, esta era la más bulliciosa y alegre, se escuchaban sus letanías, se rompía el silencio con las carcajadas, algunos lucían caretas y disfraces. Preguntaban por el camino del milagro, buscaban al mesías, al rey de los festejos, al reproductor de la naturaleza, al redentor de los pasmados, era el único capaz de perpetuar el gozo. Las noticias les habían llegado, por eso buscaban al hombre que en Canaán fue capaz de convertir el agua en vino. El carnaval debía seguir.



















EL ANGEL DE LA PIEDAD


Eran los tiempos de la creación y la generosidad. Dios hizo al hombre y con él la errancia de sus pies. Luego hizo la mujer que se fue buscando el rastro del primero. Pasaron pocos días, los suficientes como para conocerse una pareja. Fue entonces que la mujer vino al oráculo del padre de los cielos.

Hincada y trémula, con la ansiedad revolcada en su ojos miró con suplicante beatitud a los cielos – Señor, he regresado porque me siento desvalida - . Clamó por su soledad ante el hombre, se quejó de su deleznable seguridad. Ante el Dios paciente pidió por alguien que robusteciera sus flaquezas y minimizara sus desproporciones, que le diera color a sus oscuridades y opacara sus fulgencias extremas, que alentara sus desánimos y potenciara sus virtudes. Sus ruegos quejumbrosos llegaron a los límites del llanto y el desespero
– Padre, te lo ruego, hazme acompañar de un ángel que se apiade de mí, de día y de noche, en la soledad y frente el hombre--.

El Dios, alentado por la infinita misericordia del génesis, conmovido por las primeras histerias de su creación y partido por un rayo de clarividencia profirió las palabras que harían placentera la vida de la mujer desde entonces - ¡Háganse los maquilladores, ángeles de la piedad! -




SABAT

Lituba, la morena de cabello encrespado, sudada de sustos hasta las pantorrillas; sentía que sin embargo, sus manos se aterían por el frío de la noche. Había regresado, era noche de sábado y se encontró de pronto en una ciudad de rascacielos, barullo y agite de carros, caminantes presurosos. El frío, la indiferentes respuestas a sus preguntas la hicieron buscar refugio en una mole de cemento y luces llamado Studio 54. Allí el frenético ritmo de los cuerpos sacudidos en espasmódico ritual por la música evocó lejanas raíces danzarinas. Lituba vio blancas doncellas semidesnudas y de ojos dilatados batir sus rubias cabelleras frente a los espejos y apurara licor sin recato, vio lujuria y placer, vio libertad y ningún pudor en los testigos.

Cuando la alborada filtraba sus destellos emprendió el regreso. Iba hacia Salem, quería sorprender a unas cuantas aldeanas de las sombras con la noticia que aún se festejaba el Sabat y ningún hierático mortal osaba anatematizar sus tiernas carnes con el estigma de la hechicería. Nuevas epifanías les esperaban en la nueva tierra prometida.




LA PIQUERIA

Pasaron muchos años, tantos como para borrar el encono y la venganza prometida. Desde las plenitudes cósmicas bajó el otro, ahora tenía el rostro más adusto y mirada de fuego agotado. Se le vio cargando un acordeón tornillo e´ máquina por los festivales de acordeoneros desde Valledupar pasando por Villanueva, Fonseca hasta Riohacha. Preguntaba por “un tal Francisco Moscote” que ya nadie conocía pero que muchos recordaban cuanto cantaban “La puya de Chencha” o “La puerca mona”. En los cuchicheos lontanos de la memoria aún “sonaba” ese nombre y algunos recordaron que le decía “El hombre”. Pero nadie le daba razón de Francisco al otro. “No se sabe dónde vive, yo creo que solo vive en los relatos” le dijo un anciano que bajaba de la sierra con un cargamento de yuca en su burro hacia Tomarrazón.

Después de agotar su búsqueda y con los pies agrietados por las espinas del desierto y las piedras de la sierra, después de tocar puertas, preguntar a los jugadores de cucuruvaca y dominó de Machobayo y Galán y lanzar arpegios desafiantes en los caminos solitarios sin recibir respuesta, resignó sus afanes en Galán donde decidió dejarle un recado con una de sus nietas, la que encontró recostando su añosa abulia a un taburete frente a un rancho de barro: “Dígale que regresé para enseñarle a cantar el credo al derecho”.





VOLVIÓ JUANITA


Volvió Juanita otra vez. Otra vez había jurado que no volvía. Esta vez trajo muchas maletas y ningún aire de lejanía sino citadino. Trajo muchos juguetes de segunda y ropa juvenil con slogans y escudos de equipos de béisbol o universidades americanas, una cantidad voluminosa de accesorios que una vez estuvieron de moda y que fueron de los “sifrinos”, esos snobistas chamos caraqueños y que ahora lucen ufanos sus hermanos por la calle “Pela el ojo”.

Juani Manuela habla distinto y su papá, el viejo “Lucho” está muy contento porque “ahora si se le nota que ha recorrío el mundo”. A su mamá a veces le disgusta que viva censurando a cada momento las miserias y modestias que por 22 años toleró impasible en la casa y el pueblo. Entonces Juanita habla dizque de progreso, de falta civismo y toma frases que leyó en una revista de la peluquería donde trabajó en el extranjero.

Ya no destila por las caderas alegría de aguardiente y cumbia, dicen en el barrio que a la reina de las pistas y las verbenas, que a la “dura” del picó hasta se le olvidó bailar. Ya no resplandece el aceite de coco en su ensortijado cabello que tampoco es negro ya. Pide agua de nevera y no de la tinaja. No toma café por la gastritis pero consume gaseosa a cada rato. Ahora añora el frío de las discotecas sobre su generoso ombligo; trajo unos discos y quiere obligar a sus hermanos a bailar pop.

Lo que más alegró a todos fue el aire de satisfacción en la cara de Juanita, al notar crecer su vientre. Con los meses esa espera correría por las calles de su barrio. Era de tez clara y ojos amielados. Su familia lo apodaría “El caraqueño”, Juanita prefería llamarlo “El catire”. Aunque nunca conoció a su padre ni al país donde lo engendraron en casa de Juanita están orgullosos por en su familia, como lo decía “El viejo Lucho”: “al fin comenzaba a mejorar la raza”.


















LA CAÍDA

Josué Avilés había venido de San Marcos, con sus seis compañeros cruzó el río San Jorge, la gran fuente, con sus bronces y cobres en los hombros. Los llamaban la Gran Banda Toro Bravo y ya tenían nombre ganado en toda la región. Desde el Festival de San Pelayo o el de Ovejas habían diseminado su entusiasmo y la disciplina que infundía su “chupacobre” como de decían en los pueblos.

Ahora estaban allá arriba, eran los andamios del triunfo, la altura que solo el éxito resguarda. En uno de los últimos escalones de las Corralejas y animados por los más prestantes ganaderos de la región molían porros y fandango casi sin descanso, dejando en cada canción todo su aliento y su sudor. Josué los animaba con su guampirreo entusiasta y sus manos agitándose, trazando en el viento pesado círculos que solo sus compañeros de banda entendían, mientras su trompeta ambarina henchía el ambiente con sus notas.

Habían llegado en la mañana contratados por don Marcelo Anaya y ya casi completaban siete horas tocando. Entre canción y canción Josué circuía con la mirada el redondel. Sombreros y botellas de caña, latas de cerveza y mucho sudor corría por las gradas. Cada vez que salía el toro la gente exultante se levantaba de las gradas de madera y un chaparrón de interjecciones caía sobre las corralejas: ¡Uey! “Uepa! ¡Ole! ¡Juemiedda! ¡Edda!. Era el momento que exacerbaba la emoción. Un toro cetrino que embate y los manteros que desde lejos le miden el coraje. Poco a poco se acercan y comienzan su asedio teñido de rojo. Un toro que se defiende y el primer mantero desventrado por los cachos. Llegan los garrocheros y su cabalgata enerva la alegría de todos, el aplauso atronador. Una nueva mirada de Josué ante un grito ensordecedor, un banderillero conquista la gloria al clavar con saña y precisión sus dos punzadas. Los hombros lo hacen sentir cerca del cielo. Lo suben hasta el palco mayor.

¡Tóqueme un porro sabroso! Grita don Marcelo y Josué vuelve a lo suyo. ¡Vamos muchachos! La trompeta de Josué preludia “María Barilla” y el grito del público hace temblar el entablado. Ya hay poco espacio. No se sabe de dónde salió tanta gente. Los corredores del maderamen se aprietan, los cuerpos de pegan, parece que todos bailaran, que cada quien se pegara a la mujer que tiene al lado. Un nuevo toro que sale y la gente brinca sobre las gradas, otros bailan y hay quienes golpean el techo con sus puños.

Entre el barullo de vendedores, los estridentes guampirreos, el traqueteo de las tablas, el baile. Las tablas trepidan y la gente que se encoge en el primer tendido. Arriba, los que tuvieron para pagar palco se agitan con la música y el calor de los tragos. La banda que rompe con “El perro negro” y el estruendo de alegría que se encajona, ¡cerveza! Se pide, ¡otro toro! Se reclama, y los vendedores en su pregón irrebatible ¡Cerveza! ¡Aguardiente! ¡El sombrero vueltaio!. El que no pide ofrece, pero nadie se calla. El redoblante se apaga. Josué que pide fuerza. El bombo que templa el cuero a punto de reventar, las dos trompetas que se levantan como para buscar resquicio que no mitigue su alarido. Viento y cuero que luchan contra el grito, contra el tableteo de los palcos que tiemblan, el brazo de Josué que se levanta pidiendo viento fuerte. Remberto, la otra trompeta, hincha sus venas y recoge todo el viento para botarlo en su trompeta, Josué que ensancha sus carrillos y enrojece su rostro mientras el sudor salpica su rostro y resbala por su camisa ya semiabierta. El brazo arriba que pide más mientras los ganaderos aplauden y piden y piden, y el público que pide toro, y el vendedor que pide compra, y las caderas de las mujeres que se agitan voluptuosas, los de abajo que piden espacio y el portero que aún pide entrada y el toro que pide tiempo para descansar. El ritmo se emborracha de frenesí, es el fandango, los cueros del bombo y el redoblante que tabletean, el platillo que tañe con furia, el clarinete que busca sonar entre todo el estropicio, -trompetas arriba, trompetas arriba- pide Josué, el que dirige, el que cruzó el San Jorge, el que parece haber perdido la escucha, las trompetas que crecen en su alarido y los pulmones a punto de estallar. Crece el grito del público. El palco que tiembla con el peso de tanta gente, de tanto entusiasmo, de tanto grito, de tanto viento, de tanto cuero, de tanta cerveza, de tanta plata que gastan los ganaderos, de tanto pedir y pedir. Brincan las gradas -trompetas arriba, trompetas arriba- y Josué que mira en círculos de nuevo para notar, tal como había pasado en Jericó, que las murallas de la opulencia iban desplomándose como naipes, lentamente, pesadamente como para darle tiempo hasta a los fotógrafos para testimoniar el infortunio. El palco fue cediendo mientras las trompetas seguían su estridencia, en pocos minutos las corralejas estaban en el suelo y la tragedia apenas comenzaba.

Josué apenas tuvo tiempo para sentenciar el castigo para quien volviera a construir estas murallas. Hoy sentado en una mecedora en la puerta de su casa de San Marcos, con unas muletas al lado, su disminuida escucha adivina los martillazos que vienen desde la plaza del pueblo donde comienzan levantar los nuevos entablados. Las corralejas vuelven y con ellas la sentencia de Josué.
























RETORNO A LAS CAVERNAS


Cierto día uno de los hombres de la caverna se desnudó en su ignorancia y se sintió minimizado en su universo, las ansias de descubrirse más allá de lo aparente lo asaltaron. Lo discutió con sus vecinos de caverna, ninguno aprobaba su osadía. Era desafiar a lo desconocido. Se encontró con una resignada indiferencia y gestos de renuncia. Ninguno se sumó a su iniciativa, unos por temor, otros por resignación, otros querían verlo regresar para animarse. El hombre de las sombras, un día entre tantos días al fin tocó suelo del mundo real.

Lo primero que experimentó fue el castigo del sol, se echó al suelo y poco a poco abría los ojos hasta acostumbrase a al luz. Entonces descubrió que era un hombre dual: por una parte de difusa sombra, por otra de luz y cuerpo. El mundo real se fue revelando ante sus ojos, necesitaría muchos días para inundar su escasa memoria con tantas visiones. Así fue llenado su necesitada ánfora visual, se fue inundando de percepciones, atrapando recuerdos, descripciones, colores y formas.

Pasó varios años en el mundo real, ya poco se acordaba de sus compañeros de caverna. Se hizo hombre entre los hombres. La luz reveló que existe lo feo y lo bello, que existen negros, cetrinos, blancos y hasta amarillos. Aprendió que debía seguir un Dios y se hizo esclavo de una doctrina, debía seguir mandamientos y sacramentos, preceptos y dogmas, rituales y autoridades. También supo que había científicos y se declaró su servidor. Creían tener respuesta a todo y un invento para todo, llenaban a la gente de ganas de vivir más, de mentiras sobre alargar la vida, curar lo incurable, facilitar el trabajo, hacer inútil el ocio, el mundo perfecto. Pero los días lo resignaron a la pena, el dolor, la soledad, la culpa: terrenos donde la ciencia se queda tan escasa. También entendió que el mundo real se regía por el imperio de la razón, el mandato de la lógica, de lo verificable, de los porqués, de las causas y efectos, de lo deducible y explicable. Con el tiempo aprendió que esta otra religión tampoco lo satisfacía, le dejaba dudas y terminaba en un limbo de conjeturas.

Cierto día recordó a sus compañeros de caverna, añoró los días de sombras cuando creían que el mundo solo era el aparente, así de estrecho, así de simple, con la única doctrina de la costumbre, con la única esperanza de lo inmediato, con la única luz del reflejo. Aburrido de los dogmas religiosos y científicos, con más dudas que certezas emprendió el camino de regreso. Tenía mucho que contar, lo suficiente como para terminar la vida conversando. Allí estaban los cavernícolas, siempre atentos a las sombras, llenos de recuerdos de él. No quiso ser muy optimista con ellos, no demostró satisfacción en su experiencia. Al escucharlos todos se resignaron a vivir entre lo aparente y a seguir un solo mandato, un solo credo, una sola doctrina: la veleidosa y soñadora voluntad del fabulador que había creado la historia de los cavernícolas

2 comentarios:

YAVIPE dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
YAVIPE dijo...

Profe Abel, felicitaciones por excelentes escrito donde el lenguaje toma vida. Gracias por sus enseñanzas...